Esta nueva adaptación de la novela de Charles Portis, en la que ya se basó en 1969 Henry Hathaway, comienza con una escena excepcional en un solo plano muy abierto, tanto que es difícil «leer» lo que en él se ve al menos en los primeros segundos, pero que va desvelando su contenido con lentitud. La voz en off de la protagonista nos introduce de forma concisa y bella en la historia hasta que, por fin, distinguimos el cadáver del padre de esta mujer, años atrás, cuando ella tenía catorce años.
Con ese mismo buen gusto está rodada toda la película. Los hermanos Coen realizan un espléndido trabajo al que no le caben reproches en ningún aspecto que se refiera a la realización. De la labor del resto del equipo técnico nada malo puede decirse. La fotografía acompaña de maravilla a los encuadres y la puesta en escena de los hermanos. Del equipo artístico tampoco diría nada en contra, pues todos los personajes están interpretados a la perfección.
Disminuye mi emoción ante la película un detalle que no se puede achacar como defecto, ya que responde a una elección deliberada, pero que a mí personalmente me provoca la pérdida del interés. Se trata del tono ligero o superficial con el que se cuenta la historia. No me refiero al hecho de que haya humor, pues eso podría estar muy bien, pero sí al estilo de humor concreto, tirando a pueril, que presenta el film en determinadas ocasiones, llegando a aportar una sutil —porque no todo el mundo lo ha percibido así— aproximación informal hacia el asunto.
El conflicto podría ser de envergadura. Sin embargo, rápidamente se abandona como tal: la venganza del padre pasa a ser un McGuffin y la relación entre los protagonistas cobra el lugar de asunto principal. No supondría un problema dejar de fondo esta cuestión y centrarse en la personal, pues la épica no es el único componente posible con el que conmover y, muchas veces, esa antiépica de los antihéroes es superior. Pero, para dejar de lado la venganza y quedarse con lo humano, sería necesario hallar una mayor profundidad en el trato de las interacciones entre los personajes.
Sin ello, nos quedamos con una concatenación de situaciones más o menos impactantes, jocosas o arriesgadas que funcionan de forma demasiado aislada. La manera tan episódica en la que van apareciendo los demás personajes responde a esa sucesión de anécdotas con poco nexo que, si bien será intencionada, personalmente la encuentro torpe. Esto se produce especialmente con el hombre encarnado por Josh Brolin. La confusión con respecto a él puede deberse a que le dé vida un actor tan famoso, que esperaríamos una intervención más duradera y significativa. Pero incluso aunque se tratase de un desconocido, su participación parece inconclusa y absurda.
El elemento más atrayente y original de ‘Valor de ley’ se halla en el comportamiento de la niña, que podría no esperarse en la época siquiera en mujeres adultas. Se hace gozoso escucharla desde los primeros minutos, durante su trato con el comerciante y hasta su negociación con el alguacil. Por desgracia, este efecto de sorpresa se agota fácilmente, ya que no puede llevarse más allá y tampoco se busca darle un contrapunto o una evolución. El resto de los personajes se debaten entre tópicos o caricaturescos. Este último epíteto iría que ni pintado, especialmente, al de LaBeouf, del que, tal como está presentado en esta versión, se podría haber prescindido.
La joven intérprete Hailee Steinfeld está magnífica, Jeff Bridges realiza una gran labor y tampoco lo hacen mal Matt Damon o Josh Brolin, pese a contar con papeles poco sólidos. Pero estas grandes interpretaciones, si bien se disfrutan como actuaciones en sí, no penetran en el relato para enriquecerlo en su profundidad.
En conclusión, diría que se trata de una cinta de aventuras muy bien interpretada, rodada con sabiduría, pero a la que no puedo considerar grandiosa debido a que su tono hizo imposible que compartiese ni la épica de la historia ni la emoción de la relación entre los protagonistas.