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18 de enero de 2013

'Django desencadenado', los excesos de Tarantino

Quentin Tarantino es un director que levanta pasiones, tanto para bien como para mal. Es cierto que son mucho más ruidosos los seguidores acérrimos que defienden prácticamente todo lo que haga, pero sus detractores también aprovechan cualquier ocasión para hacerse oír. Como en – casi- todo, la posición intermedia es la más cercana a la realidad, ya que Tarantino comenzó su carrera de forma fulgurante, pero el siglo XXI ha estado asociado a una notable irregularidad por su parte, capaz de lo mejor y lo peor incluso dentro de una misma obra, por lo que el escepticismo se ha convertido en algo imprescindible cuando estrena una nueva película. Esta política personal ha sido clave para poder disfrutar de ‘Django desencadenado’ (‘Django Unchained’, 2012) pese a sus evidentes limitaciones.

Al igual que el nazismo en ‘Malditos bastardos’ (‘Inglorious Basterds’, 2009), la esclavitud es un aspecto incidental en ‘Django desencadenado’, algo de esperar ya que hay varios paralelismos entre ambas películas, en las que se rehúye la posibilidad de convertirse en un cronista histórico como ha hecho Paul Thomas Anderson en sus dos últimas películas, pues las inquietudes de Tarantino están muy lejos de eso. Esto punto posibilita que ambas rocen lo magistral en su secuencia inicial – aunque conviene destacar el agradable homenaje directo a ‘Django’ (Sergio Corbucci, 1966) durante los créditos iniciales-, siendo la presencia de un inmenso Christoph Waltz básica para conseguirlo, pero aquí echando de mano de un maravillosa socarronería que contrasta con la sutil vileza que le permitió llevarse un Oscar para casa. La diferencia básica es que Tarantino ya perfila aquí el peculiar tono que luego llevará al extremo con desigual fortuna.

Era obvio que esperar un western dentro de cualquiera de sus formas – el spaghetti italiano en este caso- en el sentido tradicional de la palabra de Quentin Tarantino es perfectamente equiparable a tener fe en que se pongan a llover billetes de 500 euros, ya que la inmersión en el género se limita a utilizar a su manera los molestos zooms característicos del cine italiano de los años 60 y 70, una lacra en al menos el 99% de los casos, pero que aquí no llegan a molestar. Y es que ‘Django desencadenado’ es una película de Tarantino que adopta los modos del género para pervertirlos del mismo modo que lo hizo con las cintas bélicas en ‘Malditos bastardos’. ¿Tiene eso algo de malo? Para nada salvo que seas un purista que reniega de los cambios, pero éstos no son siempre para bien.

Es un tanto injusto señalar directamente a Jamie Foxx, pero el mayor problema de la película es que confía demasiado en la efectividad de su reparto cuando Django tiene muy poco gancho. ¿Por qué lo de que es injusto culpar a Foxx? Pues porque no es que haga una mala interpretación ni nada por el estilo, pero sí que sorprende que la misma persona dos secundarios carismáticos y que iluminan la pantalla con su mera presencia tuviese tan poco tino para conseguir cualquier implicación emocional del espectador con la venganza personal de un protagonista que sólo produce indiferencia. Cierto que le reserva alguna frase cortante y las necesidades argumentales le fuerzan a tener que fingir ser quien no es – aunque Samuel L. Jackson se lo come con patatas en esa vertiente odiosa-, siendo entonces cuando resulta más atractivo, pero su cruzada personal para recuperar a su esposa le da absolutamente igual al espectador. De hecho, el déspota y caricaturesco dueño de ella tiene mucho más interés, y no es únicamente por la presencia de un estupendo Leonardo DiCaprio que se lo pasa en grande dando vida a Calvin Candie.

La violencia es un factor clave en ‘Django desencadenado’, ya que hay muchos más homicidios que en un slasher al uso, pero no deja de ser un adorno muy llamativo en la odisea de Django para recuperar a su mujer. Eso no quiere decir que Tarantino no tenga tiempo para justificarla – el primer asesinato por encargo del protagonista-, regodearse en ella – el abundante uso del gore- o estilizarla – el uso de la cámara lenta durante el gran tiroteo-, pero también la muestra en su forma más cruda – la pelea de mandingos que sirve para introducir en la acción a DiCaprio-, ya que su principal interés no es ser un elemento llamativo para conectar con cierto tipo de público, sino una forma de dificultar la tarea del protagonista.

Lo que falla es la propia estructura de la película, donde Tarantino da rienda suelta a sus excesos, siendo incapaz de contener el excesivo metraje de ‘Django desencadenado’. Son tres las partes en las que se podría dividir la película: El adiestramiento de Django, la infiltración en la plantación de Candie y el despiporre final para ver si la historia tendrá un final feliz o no. No tengo grandes pegas con las dos primeras, ya que los personajes y las actuaciones de Waltz y DiCaprio te mantienen tan enganchado y destellos ocasionales de ingenio por parte de Tarantino – la discusión entre los miembros del Ku Kux Klan, la primera aparición de Samuel L. Jackson o la inclusión por primera vez de temas musicales realizados ex profeso para la película- que uno pasa totalmente por alto el irregular ritmo con el que se desarrolla la acción. Lo más curioso es que es al apostar por el completo desenfreno en sus últimos 40 minutos – con cameo del propio director- cuando el interés decae y uno es más consciente de las limitaciones de la propuesta: Redundante, alargada y excesivamente dependiente del encanto de factores ajenos a su insulsa trama central.

Ya en ‘Malditos bastardos’ había desigualdades evidentes, pero la brillantez de varias secuencias y el buen trabajo de su reparto la convertían en un gran divertimento, misma categoría en la que hay que situar a un ‘Django desencadenado’ que está al menos un escalón por debajo del anterior trabajo de Tarantino por su escaso tino a la hora de construir un trama central que enganche al espectador. Con todo, un disfrutable entretenimiento ni que sea por la mera presencia de Christoph Waltz y Leonardo DiCaprio.